Azares del cuerpo

Un cuento de María Ospina.

POR María Ospina

Enero 27 2021
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©Teodora Vlaicu •  Freeimages

 

Despedirse es cultivar un rocío para unirlo con la secularidad de la saliva.

José Lezama Lima, “Llamado del deseoso”

 

 

Con la mano carnosa y firme, Martica agarró la de Mirla y se la apretó contra la ingle.

–Téngasela aquí.

La fuerza con que la manicurista la obligaba a tocarse sus propias partes siempre la sorprendía.

–Ábrame más las piernas, levánteme la derecha contra la pared y tiémpleme más aquí.

Martica estiró la piel rugosa y manchada de su clienta. Con la otra mano untó la paleta de cera caliente que despedía olor a limón. Aplicó el líquido pegachento sobre los montículos donde nacían las nalgas de la vieja. Solo durante las escasas sesiones de depilación de los últimos años, Mirla se había percatado de esas regiones de forma tan palpable. Había ido perdiendo el hábito de esculcárselas.

Martica frunció los labios como cuando le hablaba a la difunta perra pekinés que decoraba la sala de su casa en quietud disecada.

–Está flaca, señora Mirlita, qué pecadito. Yo sé que está triste, pero tiene que comer.

Frotó la tira de lienzo blanco sobre la cera untada en la piel y la haló con firmeza.

–Sí, ¿no? Eso es lo que me dice Nora últimamente. Hasta con la niña me manda preguntar si he comido bien. Yo creo que me hacen falta todas esas saliditas que hacíamos con Pepe. Ay, carajo, Martica, no me vaya a dejar eso morado.

Martica le arrancó los pelos débiles, los pocos que a su edad le quedaban así de oscuros en todo el cuerpo.

–Ya, ya, lista para la playa y para su debut en televisión. Pero eso sí, prométame que esta semana come mejor que se me está volviendo puro hueso, qué pecadito.

Martica no creía que Mirla fuera a irse de viaje como le había anunciado en las últimas dos citas. Seguro lo decía por imaginarse la falta que haría en el mundo, para encontrar algún rescoldo de vitalidad. Cómo se iba a ir de viaje con la poca plata que tenía desde que se había quedado sola. Ni siquiera le había pagado a Martica el último mes de manicures, pedicures y cera, que no eran poca cosa. Ella no había querido cobrarle porque no era costumbre suya andar haciendo cuentas con la gente que estaba en duelo. Tampoco se la había tomado muy en serio cuando Mirla le preguntó si la podía conectar con una clienta suya que trabajaba en telenovelas para ver si le salía un trabajito como actriz. Martica le había prometido llamarla, a ver qué podían hacer.

Mirla andaba confundida con algunas cosas desde la muerte de Pepe. Los hijos de él, que siempre le habían increpado por hablar del amor a su edad y terminar con una mujer judía, llegaron a la casa de Mirla la semana después de la cremación anunciando que se llevarían algunas cosas que le pertenecían a su padre –unas estatuas precolombinas, algunos cuadros y varios muebles coloniales que Pepe había conseguido tiempo atrás en la demolición de un convento en el centro de Bogotá–. Fuera de una modesta cuenta de ahorros que Pepe había abierto a nombre de ambos para un futuro viaje a Curazao en busca de los antepasados de Mirla, la única otra herencia contundente que le dejó el difunto fue una serie de chucherías de dudoso valor que se resistían a destilar el fantasma de su dueño.

–¿Vio Martica que conseguí otras tijeritas? ¿Usted cree que las pueda subir al avión?

Desde la tragedia, Mirla alimentaba una creciente colección de tijeritas de todo tipo. Como empresaria del cuerpo, catalogadora de uñas, pelos y pellejos, Martica no podía entender ese interés por el brillo de unas tijeras más allá de su utilidad. Pero le celebró la iniciativa a la clienta, fingiendo curiosidad, como estrategia terapéutica. En vida, Pepe había sido un coleccionista de colecciones. Mirla llevaba sesiones consultándole a Martica sobre qué hacer con ellas. ¿Guardaba o regalaba cientos de cajitas de fósforos de todo el mundo, relojes de pulsera antiguos que habían pertenecido a generaciones anteriores de Valencias, afiches de cine de viejas películas de Hollywood y, la más rara y la que Mirla menos entendía porque nunca había estado inmersa en los fetiches católicos, la colección de relicarios donde yacían astillas de huesos de santos o beatos decimonónicos? Martica había coincidido con ella en que esa podría despertar algún interés mercantil. Hasta le ayudó a Mirla a poner un anuncio en los avisos clasificados del periódico pero nada que aparecía algún interesado.

Martica le echó talcos perfumados alrededor de los calzones de satín y se aseguró de que sus bordes volvieran a tapar bien la piel doliente. Cerró el tarro de cera y guardó las piezas de disciplinar uñas y pellejos dentro de la bolsa de cosméticos que cargaba de casa en casa para todas sus citas.

–Señora Mirla, es que usted todavía no sabe qué hacer con todo lo que le dejó su difunto. ¿No será que es mejor no andarse inventando una nueva colección?

Martica se lamentó de no haber usado ni un solo diminutivo para hacer más suave su respuesta. Le recordó que si la familia la estaba presionando para mudarse de esa casona grande de barrio venido a menos, a un apartamento pequeño, quizás era mejor no andar acumulando tanta cosa.

 

***

 

Los días después del velorio, mirla se había aventurado a salir del barrio algunas veces en busca de tijeras antiguas en anticuarios y joyerías. Le explicó a Martica, cuando comenzó a agruparlas, que buscaba ejemplares de todo tipo: brillantes, decorados, viejos, especímenes con un filo determinado para una función particular. Sobre todo, quería tener las tijeras más raras que sirvieran para cosas inimaginables, para cosas poco comunes. Como para desprender la almeja más delicada de su músculo pulposo, ya de por sí una delicadeza en esos parajes andinos tan alejados de su infancia. O para recortar las alas delicadas de los pericos y los canarios que acompañaban a las personas en el frío de esas altitudes mientras añoraban batirlas en tierras más cálidas. Quería tijeras que ya no fueran útiles, que hubieran perdido su uso por la ausencia de su objeto, que extrañaran la superficie de su carne. Pero sabía lo díficil que era encontrarlas ahora que todo lo que se vendía era de plástico o de acero lánguido, ahora que un solo par prometía cortar diferentes superficies con la misma cuchilla, como rezaban los comerciales de ventas por televisión. A pesar de estos obstáculos, en el último mes, Mirla había lo­gra­do conseguir varios ejemplares, algunos antiguos de metal ya opaco y otros muy nuevos que prometían utilidad para la vida doméstica.

 

 

 

El par más reciente, y el que Mirla más apreciaba, le había llegado sin mucho buscar. Eran unas tijeritas de cirugía de acero inoxidable y patas largas pero muy finas, de las que se usan para cirugías profundas, para extirpar tumores y otras floras malignas. Desde su paso por el hospital, Mirla las llevaba siempre en la cartera. Estaba convencida de que, con sus manos artríticas de dedos pequeños y chuecos, las tijeras suplirían la fina acción de juntar las yemas para halar, friccionar superficies, o deshacer nuditos. Le servirían para abrir el paquete de maní que solía embutirse durante sus ataques de hambre, mientras esperaba en los trancones entre el taxi, o para cortar los agarres de las cosas de todos los días. Además, era de las que compartía la tan común opinión de que uno debía expresar las molestias en vez de tragárselas. Evitar acumularlas en tumores compactos. Cortar la maleza, en vez de permitir que la hierba inútil se enredara por la planta. Tantas imágenes le habían servido por años para ilustrar semejante acto, pero solo hasta ahora encontraba un objeto que cristalizara su convicción.

–Cuando ando brava por algo o con alguien, me sirve tanto meter las manos entre la cartera, agarrar las tijeras y cortar el aire. Así me imagino que corto el problema, incluso que estoy cortando a la persona que me produce esa rabia.

Así se lo explicó a Martica y se lo había explicado por teléfono a Sophy, su prima hermana que había emigrado a Miami desde los recientes casos de secuestro que aquejaron a algunos conocidos. Sophy descartó la metáfora aconsejándole que las usara más bien para defenderse de los atracadores que ella se imaginaba acechando en cada esquina de Bogotá, detrás de cada árbol, fraguando ataques en cada recoveco del barrio.

Martica terminó de guardar los instrumentos del manicure. Disimuló su afán de partir y estudió el nuevo ejemplar que Mirla sacó de su cartera.

–Pero qué lástima que le quitaran estas en el aeropuerto, señora Mirlita. Se ve por el material que son caras. Además, ¿no le parece aburridor que la paren por esa bobada?

Mirla pensó en las policías de guantes verdes que esculcaban a las viajeras en El Dorado, en la fila de las mujeres. Siempre le parecían tan enigmáticas. Quizás sería bueno que se sorprendieran un poco. Que dejaran repentinamente de coordinar aperturas de cremalleras y candados. Que pararan de especular sobre lo que esconderían forros de maletas y pieles de peluche. Que ignoraran su obsesión por los polvos que azuzaban a sus perros. Que pensaran por un momento en los pellejos que no habían tenido tiempo de arrancarse o cortarse, en sus montes púbicos sin peluquear, en todos los hilos que les sobrarían por ahí a sus ropas, a sus cosas.

 

***

 

Mirla y pepe se conocieron en ese aeropuerto frente al ventanal de la sala de emigración donde la gente despedía a los que se iban, que siempre eran multitudes. La gente detrás de ellos los empujaba contra el vidrio intentando llegar al frente para despedir a sus viajeros.

–A este país nadie viene pero mire toda la gente que se va. Y con todo y eso las calles llenas de tráfico.

Mirla lo dijo sin dirigirse a nadie. Un hombre que estaba a su lado esperando a que su hija se adentrara en el brillo higiénico del duty-free sintió la urgencia de responderle.

–Sí, tiene toda la razón.

Pepe ya se había fijado en la humedad alojada en las arrugas de los ojos de Mirla, en la máquina atrofiada de su garganta. La vio mandarle besos a un hombre joven, limpiarse con un pañuelo las lágrimas que le colgaban de las pestañas con rímel y pasarse la punta de la uña por debajo de los ojos para borrar el pegote oscuro que le formaba el maquillaje.

En una taberna mohosa del aeropuerto, durante la primera de muchas copas que compartirían, Mirla le contó a ese hombre de mirada suave y cachetes caídos que se estaba despidiendo “de casi un hijo”. Había alojado a su sobrino Pedro por casi una década, desde que su hermana Dora comenzó a traerle al hijo folletines que prometían redimir del mal de la homosexualidad a través de diversas terapias. Mirla le había dado a Pedro copia de las llaves de su casa para que se quedara allí cuando quisiera y él se mudó del todo con ella. Dora había dejado de hablarles a ambos. Después de acabar la universidad, Pedro se había convencido, y había convencido a Mirla, de que debía mudarse a Nueva York. Mirla le prestó casi todos sus ahorros.

–Me los devuelves cuando seas el arquitecto más exitoso y encuentres a alguien que te quiera bastante.

Pero ella sabía, como después le confesó a Pepe esa noche, que con la visa de turista con la que Pedro se había ido ese día para Nueva York no volverían a verse en mucho tiempo.

–Él no se da cuenta por lo que yo soy de avanzada y me veo joven, pero ya con setenta es posible que me muera en cualquier momento.

La tarde de la partida de Pedro, después de llevar a Mirla del aeropuerto hasta su casa, Pepe le había pedido el teléfono.

 

*** 

 

–Son tijeras de cirugía, martica. yo no le había confesado que estas se las compré a una enfermera en la clínica. Casi no me las vende porque decía que si la cogían traficando con instrumentos la echaban ahí mismo. No sabe la plata que me sacó esa mujer, Martica, pero dígame si no son una finura.

El día de la misa que conmemoraba la semana de la muerte de Pepe, a la que se había rehusado a ir, Mirla sintió unas punzadas en el corazón que la doblaron en dos mientras Martica le hacía el primer manicure de su viudez. Martica la llevó en su carro hasta el hospital, cruzándose los semáforos en rojo y apretando el acelerador como nunca en su vida. Había tenido que esperar sin noticias durante horas hasta que pudo ver a Mirla estable en una cama, sobreviviendo. Tenía los iris blandos y la piel de la cara más delgada, rociada de sudor. Una máquina a su lado traducía con melodía ansiosa los rastros de su malestar. Martica sabía que Mirla necesitaba un alimento más contundente y menos diluido que esas sustancias salinas que le inyectaban hasta los confines del cuerpo. Pensó que la muerte de Pepe causaría aún más estragos de ahí en adelante y que quizás era mejor que Mirla empezara a irse de una vez. Se censuró de inmediato. Se obligó a alegrarse por la salvación de su amiga y hasta se felicitó por haber estado ahí para socorrerla.

El doctor le explicó a Martica y a Nora, la hija de Mirla, que a pesar de que las fallas cardíacas fueran comunes en pacientes de esa edad, lo más probable era que Mirla sufriera de un mal más elusivo pero no menos contundente. Lo llamó el “síndrome del corazón roto”. Martica supo que Mirla odiaría ese nombre, y se prometió comentarlo con ella en la próxima sesión de manicure. 
 

–La cardiomiopatía por estrés no es una condición que permita procedimientos quirúrgicos, en el sentido estricto. Esta no es una cuestión ni de bloqueos ni de patógenos. Es un trauma emocional que hace que el cerebro produzca altas dosis de hormonas de estrés que terminan paralizando las células musculares del corazón.

Martica le creyó al doctor. A pesar de especializarse en algo tan perecedero como los filos y los pelos del cuerpo, algo sabía ella de sus misterios.

–Absoluta calma para ella. Calma y compañía. La falta de oxígeno le añade más estrés al órgano. Le convendría enormemente estar al nivel del mar.

Martica había pasado por la casa de Mirla el día después de su salida del hospital a ver cómo estaba y a terminar de hacerle “la cura de pies” (como llamaba Mirla a la lijada y depurada de pellejos y callos que cada mes le producía un alivio existencial).

–Tan incrédula que se vuelve una con el tiempo, ¿no, Martica? A mí me sonaba eso del corazón roto como a embuste de bolero. Yo sé que algunas personas sí quedan como aliviadas con su nueva soledad. Pero cuántos casos no se oyen de parejas de años que cuando se muere una persona la otra busca morirse ahí mismo para irse a acompañarla. Fíjese que Pepe y yo no es que habláramos mucho de la muerte, pero sí nos prometimos eso una vez.

Martica le comentó la historia similar de una clienta que había muerto tres días después que su marido sin tener ninguna dolencia.

–Usted es mi compañía, mi ambulancia, mi salvación, Martica. Nora ni siquiera cree en mi dolor.

Mirla había agarrado la mano de Martica con fuerza. Ella le devolvió un apretón contundente sobre la piel manchada pero evitó mirarla por miedo a encontrarse con los ojos aguados de la clienta. Buscó entre el balde el pie derecho de Mirla con la fuerza de un pescador que agarra una mojarra aún viva para descamarla. Después de estudiar las cutículas que decoraban las uñas de la vieja urgó con el palito de madera de naranjo en la uña deforme del dedo gordo y comenzó a esculpirla.

 

 ***

 

Martica detalló las tijeras de cirugía recién adquiridas que Mirla abría y cerraba.

–Tenga cuidado que eso tiene filo de cuchillo de carnicero. Ay, mi reina, corro que se me va haciendo tarde y tengo que atravesar la ciudad. Usted sabe cómo se pone esa séptima.

Camino hacia la puerta, Martica se puso el abrigo de piel falsa que había comprado en su último viaje a Nueva York.

–Usted siempre con esa elegancia, Martica.

–Que le vaya bien con la nieta hoy, téngale paciencia que esa edad es difícil. Mire que ella la quiere hartísimo a usted.

–Ay, pues será. Tan agria, tan antipática que me salió la niña.

–Me llama si necesita algo, a la hora que sea, ¿oyó?

Mirla le dio un beso a Martica, le recordó que la esperaba el martes entrante y aguardó en el umbral hasta que se montó en el carro.

En la cocina se sirvió una copa de vino. En el vestier se quitó la bata y tomó el vestido de baño morado que estaba encima de una pila de ropa. Un enterizo italiano comprado en 1989 que todavía se veía como nuevo, así fueran otras épocas. Se lo probó y se miró en el espejo de cuerpo completo. La tela de la panza le sobraba un poco y se abultaba en la zona púbica. Era cierto que había ido perdiendo la voluptuosidad de sus carnes de antaño. Se vio huesuda y con la ingle roja e irritada.

–Martica me dejó morado, carajo.

Fue hasta la cama destendida y prendió la televisión. Daban Decisiones: casos de la vida real. En el último mes, cada vez que ponía ese programa se imaginaba ella misma de guionista, llevando a la pantalla las historias de las clientas narcotraficantes que tenía Martica. Acomodó las almohadas debajo de la cabeza y se tomó otro sorbo de vino. Intentó resistir el ataque de sueño hasta que se adentró en una siesta ligera. Una mujer recibía una llamada trágica justo cuando estaba regresando de una tarde en la playa. El agua del mar delataba lo viejo que estaba su vestido de baño. Mirla le ofrecía cortarle las hilachas que se desprendían y la señora se lo agradecía. Despertó con el sonido de una máquina que taladraba la calle aledaña. Tenía costras moradas de vino sobre los labios y un sabor ácido en la boca. Marcó el teléfono de Sophy en Miami.

–Sophy, nunca me había tocado tu contestador. Yo pensaba que tu inglés era mejor. Lástima no encontrarte porque tenía que hablar contigo de urgencia. No te voy a poder llamar por un tiempo. Porque me voy. Todo está bien, nada grave, no te me vayas a preocupar. Voy a estar bien, Sophy, ante todo don’t worry, ¿oyes?, que yo te llamo pronto. Adiós. Chao.

Entró al vestier y empacó una maleta de mano que le había pertenecido a Pepe. Echó un par de faldas, algunas blusas, unas sandalias y otras cosas ligeras para tierra caliente que logró encontrar entre los rollos de ropa que se arrugaban en sus cajones. Echó también todas las tijeras y la caja de madera siria de su mamá donde guardaba la colección de relicarios de Pepe. Llenó la bolsa de cosméticos con todas las cremas que le cupieron. Puso la alarma de los quince relojes de pulsera antiguos de Pepe para las once de la noche, hora en que un mes atrás él había sucumbido a su corazón desgastado. Se imaginó los relojes en el alarido nocturno acompañando al difunto justo un mes después de su partida, interrumpiendo la oquedad de la casa.

Los mismos relojes le anunciaron que el bus de Karina estaba por pasar. Al cruzar la calle se topó con los ojos de Perki, la perra negra que pasaba sus días debajo de un magnolio en el patio del frente. En el último año se habían hecho amigas. Desde que Perki llegó a vivir a ese patio, Mirla pasaba a diario a acariciarla. Ambas viejas habían ido perfeccionando su ritual de matiné. Apenas la veía acercándose, la perra se paraba contra la reja que la separaba de Mirla y ella metía los dedos artríticos por entre los huecos del metal para agarrarle los pelos y hacerle cosquillas en el lomo. Perki movía la cola y se frotaba contra ella sin poder dominar los movimientos extasiados de cadera que la atacaban como descargas eléctricas. A veces Mirla abría la cartera y le daba algunos huesos de pollo o costilla. Se entristecía siempre que llegaba el momento de dejar a Perki en plena conmoción, en pleno batir de cola, en la ignorancia de cómo pasaba el tiempo humano, rogando siempre su compañía. Se prometían, ambas, un pronto regreso. Pero Mirla sabía que partida y retorno eran cosas que solo ella decidía, y esa injusticia le dolía.

Caminó una cuadra y arreció el paso cuando vio que Karina ya estaba bajándose del bus en la esquina.

–Abuela, siempre llegas tarde. 
 

La niña dejó su morral en el piso. Mirla lo tomó y se lo colgó en el hombro. Caminaron una cuadra hasta el parque. Dos monjas estaban sentadas en una banca y unos obreros de construcción descansaban en el pasto con sus uniformes manchados. Mirla se sentó en una de las bancas laterales donde mantenía a la nieta en el campo de su mirada periférica. Como siempre, Karina se subió al rodadero oxidado, pasó a los columpios, y terminó en las barras donde semana tras semana perfeccionaba sus piruetas y equilibrios. Mirla desabrochó los botones y abrió las cremalleras de la maletita rosada. Encontró las circulares del colegio que ya había leído la semana anterior, escrutó las notas que Nora le había escrito a la profesora en los últimos días, abrió un cuaderno en la última página. Detalló un corazón con una K adentro, la palabra “odiadas” escrita en letra difícil como comenzando una carta. Buscaba algo que le revelara que la niña se malograba. Que la antipatía y grosería de la madre se filtraban poco a poco entre sus objetos. Algo que le confirmara que la nieta, con esos ojos de mujer vieja y cuerpo ancho, terminaría siendo igual de distante y dura que Nora.

Muchas veces Mirla había detallado a Karina en busca de algún gesto, de alguna esquina, de algún pedazo de cuerpo –¿las manos abultadas quizás?– que le inspirara ternura.

–Es como si hubiera nacido endurecida por el tiempo.

Le había confesado eso a Pepe y también a Martica con la desilusión y la rabia de no tener una nieta que fuera digna de la ternura que ella había reservado tantos años para darle a un niño. Mirla también había estado a punto de contarle a Martica que como la niña era ancha y gruesota, ella le sacaba los dulces y chocolates de su morral y se los comía a escondidas. Pero había decidido censurar esa revelación como un feligrés que discrimina el material de su confesión. Nada peor que ganarse la reputación de vieja insensible frente a su amiga.

–Abuela, ¿sabías que el águila es un animal salvaje?

Karina gritaba desde lo alto de la barra. Mirla fingió no escucharla. Sacó la billetera rosada del morralito de la nieta. Encontró dos billetes.

–¿Cierto que tú tienes nombre de pájaro? Yo sé que las mirlas son malas porque se comen a los otros pájaros. Mi mamá me mostró una el otro día en el jardín, toda negra y con el pico anaranjado, que quería atacar a un pájaro chiquito. Yo cada vez que las veo las correteo, para que sepan que no pueden venir a nuestro jardín.

Karina se dobló hacia arriba e incrustó una pierna sobre la barra para dar un bote con la otra extendida.

–Las mirlas son malas, sí. Y eso que no conoces las de Curazao. Tienen colmillos venenosos y se los clavan hasta a los bebés.

Mirla sacó sus tijeras de la cartera.

–Eso es pura mentira.

–¡Si yo misma las he visto! En el jardín de mi abuela en Curazao había muchísimas.

–Abuela, yo soy la única de mi clase que puede hacer este bote.

Dio una voltereta sobre la barra temblorosa.

–Yo y un niño que sabe barras y que siempre quiere jugar con nosotras. Es un experto en gimnasia olímpica pero todo el mundo dice que está entecado. A todo el mundo le da asco.

Mirla cortó uno de los billetes de Karina en pedacitos pequeños y los fue echando de vuelta en la billetera. El otro lo arrugó y se lo guardó en el bolsillo.

En la casa, Karina fue directo a los cajones del estudio buscando cómo calmar la aburrición que siempre le producía pasar una tarde de viernes en una casa que olía a guardado y no tenía televisión por cable. Desde que aprendió a caminar, Karina había esculcado los cajones de Mirla como hacían sus amigas con los cajones de sus hermanas mayores. Cada año que pasaba entendía un poco más cómo encajaban, unas con otras, todas esas cosas regadas entre los muebles. Desde que entró al colegio había afilado su interés por buscar los billetes que a veces rondaban por ahí. Quería verlos acumulándose en su nueva billetera, para cumplir con los vaticinios de su mamá, quien repetía que la niña tenía un don especial para los temas de plata.

Mirla dejó a Karina con sus investigaciones. En el vestier se quitó la sudadera y se puso unos pantalones de lino blanco cuyas arrugas delataban su desorden, unos zapatos de lona y una camisa que siempre le había parecido elegante para tierra caliente.

Con la maleta en la mano se acercó a las rosas de exportación que le había mandado Pedro tras su salida del hospital.

–Tranquilas, que para mí siempre estarán así de divinas.

Se entristeció de tener que dejarlas ahí para experimentar su propia podredumbre, sin que nadie las aniquilara antes del amarilleo final. Les llenó el jarrón con agua fresca y les acarició los pétalos, poniéndolas de nuevo en su mesa de noche.

Caminó hacia la puerta alzando la maleta para que no sonaran las ruedas.

–Ya vengo, Karina, mi amor.

La niña fingió no oír a la abuela. Mirla pasó los tres cerrojos de la puerta desde afuera.

Camino a la esquina paró un taxi. Le pidió que esperara con la maleta y cruzó la calle hasta donde estaba Perki, que la miraba emocionada. Repitieron de nuevo la rutina. Pero esta vez Mirla dejó que Perki le lamiera la mano repetidas veces con la lengua babosa. Sintió rabia de no poder explicarle por qué se iba. El taxista la apuró desde el otro lado de la calle. Mirla hurgó entre su cartera hasta encontrar las tijeras, las metió por entre un hueco de la reja y cortó unos pelos blancos de la única mancha que decoraba la melena negra del pecho de Perki. Los metió entre su bolsillo. Odió saber que lo que azuzaba su tristeza no era la simpleza de la vida de Perki, sino más bien lo que eso decía de los enredos de la propia.

–Que me la cuiden, mi perrita hermosa. Usted también para mí siempre será divina. No se preocupe que ambas vamos a estar bien.

La vio batiendo la cola y se le congeló otra vez el tramo que iba desde la garganta hasta el corazón de sus fatigas.

El taxi la llevó al terminal de transporte después de negarse a hacer un desvío a una tienda de vestidos de baño y amenazarla con cobrarle el doble por la carrera. Se subió en un Expreso Bolivariano hacia Cartagena vía Bucaramanga que iba bastante vacío. Recordó que la gente decía que no era recomendable viajar por las carreteras al anochecer por los retenes de la guerrilla. Tomó asiento con su maleta en la parte delantera del bus. Tuvo la sensación de haber dejado algo en la casa pero no saber qué era. Revisó el interior de su cartera. Encontró su billetera y su libreta de teléfonos. Las manos toparon con las tijeritas de cirujano. Las sacó, las brilló con la punta de su camisa, metió los dedos por los ojos de los mangos y cortó algunos hilos que descubrió saliéndose del forro de la silla. Aprovechó también para cortar otros que vio desprendiéndose del borde de su camisa.

Cuando se despertó sudando, intentó abrir la ventana de vidrios polarizados que estaba atascada. Supo que el bus se adentraba en el rigor exaltado de la tierra caliente.
 

Quiso que el olor a humedad dulzona se le trepara con fuerza por la nariz, pero el aire trajinado del bus se lo impedía. El cielo se amorataba. Vio un puesto de frutas vacío al lado del camino y a dos niñas en uniforme escolar arreando unas vacas. En la carretera estrecha que cicatrizaba esas montañas sembradas, el bus insistía en asomar el hocico para pasar los camiones. La amenaza de sorpresas en las curvas venideras le dificultaba el intento. Sacaba y metía la trompa. Frenaba y aceleraba.

Por un rato Mirla detalló el fondo verde y vaporoso de yarumos, guayacanes y otros árboles cuyos nombres ignoraba y que bordeaban los montes aledaños al río Suárez. Reconoció los chicalás en flor. Pero luego los potreros de pasto y cultivos que interrumpían los bosques la hicieron pensar en la mortandad (de Pepe, de los árboles que allí moraban antes y de sus insectos desterrados) y recordó la recomendación que le había hecho Martica de no exponerse a situaciones angustiosas. Entonces decidió solo mirar hacia adelante y concentrarse en la carretera, como esos caballos que llevan anteojeras para no espantarse con el panorama del mundo.

Sobre la carpa trasera de la tractomula del frente notó un gran corazón rojo. Un letrero debajo anunciaba en mayúsculas: “Yo amo el Socorro”. Ella había ido al Socorro décadas atrás, camino a la costa, con su ex marido y Nora. Se habían quedado trancados, en la plaza empinada presidida por la iglesia de piedra antigua, en medio de una procesión de buses, carros y motos que el cura acababa de bendecir con agua bendita. A medida que recibía el líquido inmaculado, cada carro comenzaba a alborotar su bocina con emoción electrificada. Un bus lideraba la disonancia, con sus niños adentro gritando por las ventanas, emocionados con la gracia líquida que acababa de caer sobre la máquina. “Yo amo el Socorro”. Le sorprendió la insistencia de ese anuncio que rebasó su recuerdo. El bus pasó a otra tractomula que llevaba el mismo corazón con su letrero, ya a punto de diluirse en la oscuridad verdosa de ese bosque. El corazón encima de las letras era gruesote, hinchado. Padecía de una simetría sospechosa. Mirla se tomó el atrevimiento de ignorar el topónimo. Invocó a camioneros de barrigas contundentes, con caras y cueros endurecidos por las carreteras andinas, con la hombría de sus tractomulas ruidosas, desafiantes de despeñaderos, exhibiendo sin pudores la urgencia de cierto socorro.

Desde Cartagena iba a llamar a Pedro a Nueva York para invitarlo a que se metieran de nuevo en el mar suave de las islas, como lo habían hecho en 1995 cuando ella lo llevó de sorpresa para celebrarle los dieciocho años y para mostrarle la ciudad donde su madre había desembarcado desde Curazao a comienzos de siglo. Se examinó las manos. Los dedos se le habían llenado de pellejos, como sucedía siempre que se iba de viaje. Buscó las tijeritas en su cartera e intentó cortar los que le habían salido sobre la piel más delgada que bordeaba las uñas. Pero las cuchillas eran demasiado gruesas para agarrar la delgadez de esos restos. Entonces se puso a ejercitar la mano, que le dolía como el corazón le había dolido el día que colapsó; cortaba el aire a su alrededor, repitiéndose que se sentiría mejor cuando llegara al nivel del mar, cuando caminara por la playa de Cartagena. Cerraba y abría.

 

***

 

–Hola, Martica, habla conmigo. Perdone que ni le avisé ni nada pero tuve que salir de afán ayer. La llamo para que no se angustie por mí. Todo está bien, ¿oyó? Voy a estar fuera por un tiempo, en Cartagena. Mija, hágame un favor, Nora va a llamarla, me imagino que afanadísima, si es que no la llamó ya. Dígale que le comenté que me iba a un viaje largo pero usted no vaya a decirle a dónde. Trate de tranquilizarla. Que ahora no nos vayan a hacer un escándalo. Martica perdóneme que no le había dicho nada. Yo no quería ponerme a hacer despedidas así tristes ni nada. La voy a estar llamando en estos días para irle avisando en qué voy, así usted no se preocupa tanto. Y la voy a convencer de que se venga hasta aquí a visitarme. Bueno, cuídese mija. Adiós. Adiós.

Mirla acabó la llamada. Volvió a marcar.

–Hola, Martica, soy yo otra vez, es que se me olvidó recomendarle una cosita. A ver si usted puede pasar en unos días a dejarle algunos sobrados a la perrita, la negrita que vive enfrente a mi casa, esa que es amiga mía. Se llama Perki. Le gustan mucho los huesos. Explíquele que eso es de parte mía, no vaya y sea que ahora se muera de pena moral. Le agradecería mucho, mija. Bueno, no la molesto más. La llamo en estos días. Adiós, adiós.

Mirla guardó las tijeras dentro de la cartera. Apagó el teléfono y pensó que sería bueno averiguar cuánto le darían por él en una casa de compraventa. Ya vería cómo y cuándo se podaba los pellejos, se arrancaba los pelos de la ingle y volvía a mandarse pintar las uñas peladas por el trajín de esa parte de la travesía. Ya vería con quién.

 

© Publicamos este cuento por cortesía de Laguna Libros.

 

ACERCA DEL AUTOR


María Ospina

Estudió historia en la Universidad de Brown y obtuvo un PhD en literaturas hispánicas en Harvard. Actualmente es profesora de cultura latinoamericana en Wesleyan University.